Una tarde irreal pero cierta. Museo de la Sal. Centro de Recursos Ambientales Salinas de Chiclana
Génesis 235 MDNa
Voy a contar una historia. Como dice Antonio Luna en una de las entradas de su blog Museotrópica, dedicada a este equipamiento: «Si una historia es buena, ¿qué importa si es verdad o no?».
Corría el año 2005. Por aquel entonces, yo trabajaba en el diseño de publicaciones relacionadas con las medidas compensatorias de la autovía Jerez-Los Barrios. Ya sabes: exposiciones itinerantes, libretos, folletos, cuadernos o cartelería. La cuestión es que recibí un encargo al más puro estilo Lobo de «Pulp Fiction». Se había convocado un concurso para presentar un proyecto expográfico para un centro de interpretación sobre la sal en Chiclana, y me pidieron que participara. Tenía poco tiempo, apenas un par de semanas, así que me puse manos a la obra. Como de costumbre, no tenía ni idea de lo que se trataba, pero lo conseguí. En tan solo doce días redacté una propuesta lo suficientemente interesante como para no hacer el ridículo, algo que, aunque me fastidia, suelo hacer con bastante frecuencia. Aún me sobraban dos días, así que decidí celebrarlo aceptando la invitación de una amiga para pasar el fin de semana en su casa de Tarifa. Me lo merecía.
Recuerdo haber tomado el autobús que me llevaría a Chiclana, dos horas antes del inicio del concurso. Había que hacer una presentación oral y se podía usar cualquier medio para ello. Yo llevaba unos rollos de papel antiguo que había conseguido en un anticuario de Gibraltar, y sobre los que había trazado a mano la propuesta expográfica. Quise alejarme de las típicas presentaciones al uso, entre otras razones porque semanas antes había fallecido mi flamante iBook «Especial Primera Comunión». Tampoco desentonaba con mi vestimenta: pantalón y camisa de lino blanco, era lunes y apenas había dormido. Me pasé todo el trayecto cabeceando contra la ventana, luchando inútilmente contra el sueño.
Me despertó el murmullo de la gente al bajar del autobús. Una avería nos había dejado varados entre Vejer y Conil, pero intenté no entrar en Modo Pánico. El chófer llamó a la central para informar del incidente. Al rato, se acercó a nosotros y nos dijo que enviarían otro autobús, pero no sabía cuánto tiempo iba a tardar. Eran las 15:15 y el evento estaba programado para las 18:00, en un lugar llamado Bartibás. Durante la espera, pensé en Dante Alighieri.
Llegué a Chiclana a las 17:55, justo a tiempo para coger el único taxi que estaba en la parada. Cuando le indiqué la dirección, el taxista puso cara de circunstancias y murmuró algo que no entendí. Arrancó, y al llegar casi al final de la calle Paciano del Barco, con el río Iro a nuestra izquierda, comenzó a mover la cabeza en señal de desaprobación. Me explicó, esta vez con más claridad, que no era buena idea meter el coche recién lavado por esos caminos de tierra seca. Continuó conduciendo lentamente hasta que dejó atrás la depuradora, y antes de que le pidiera que acelerara un poco, comenzó a levantarse una nube de polvo amarillo. Frenó. Apenas había recorrido doscientos metros, se bajó, abrió mi puerta y me indicó que saliera. No estaba dispuesto a seguir. Dio marcha atrás y me dejó allí, a un urbanita incorregible, en medio de un laberinto de esteros y caminos serpenteantes de albero. Mi camisa de lino se pegaba a mi cuerpo empapada de sudor; era pleno agosto y el sol aplastaba cualquier pensamiento. Caminé durante más de media hora, temiendo toparme con una bifurcación y tomar la dirección equivocada. Finalmente, vi a lo lejos un edificio cilíndrico con una especie de torreta superior. Lo primero que pensé fue que se trataba de un centro penintenciariol. No tenía otro lugar a donde ir. Tampoco estaba seguro de que el sendero me llevara hasta allí.
Llegué. A menos de cincuenta metros del edificio circular, había varios vehículos de alta gama, mujeres estilizadas con maletines y ejecutivos trajeados que hablaban con varios hombres mayores, no sabría decir si eran campesinos o pescadores. Y allí estaba mi amigo Juanlu, con su característica cabeza arbórea, destacando entre todos. Nos separaba una zona de tierra de distinto color y textura a la que pisaba. El concurso ya había terminado y se estaban despidiendo. Al menos lo había intentado.
Quise acortar camino cruzando ese espacio de tierra oscura para saludar a mi amigo y disculparme. Apenas di el primer paso cuando me hundí en el fango, hasta las rodillas. Lo que faltaba para rematar el día. Había caído en una ciénaga, en un pantano, y probablemente moriría ahogado. Suerte que me vieron caer. Mientras los «pijos» no se inmutaron, mi amigo y los tres hombres mayores corrieron a socorrerme. Yo gritaba que estaba bien, con los brazos en alto arrugando los rollos de papel, intentando salir en vano. Tres manos ásperas y fuertes me agarraron por las muñecas y me sacaron. Se miraban entre ellos con una sonrisa extraña; parecían contentos o, quizá, no podían evitar reírse de la ridícula escena que acababan de presenciar. Al ponerme en tierra firme, lleno de barro y sudor, uno de ellos me abrazó eufóricamente mientras decía: «La tierra te ha escogido, tuyo es el proyecto». Yo no entendía nada, y Juanlu no paraba de reír.
Los machos alfa de Armani se cabrearon cuando uno de los ancianos les dijo que yo había sido el elegido. Ellos argumentaron que no llegué a tiempo, que ni siquiera presenté nada. Juanlu les explicó que el pliego de condiciones especificaba claramente que el proyecto ganador lo elegirían los tres responsables de las salinas más importantes de la bahía, sin importar la forma o el modo. Y ellos ya habían decidido.
Mientras me enjuagaban la ropa con una manguera, esperando a que se secara, los cinco nos sentamos en el suelo viendo cómo la tarde caía —con más estilo que el mío— sobre el horizonte. Yo estaba feliz y en calzoncillos.
Post scriptum
Una mañana, mientras montábamos el área expositiva, se acercaron Manuel, Eduardo y Carlos —mis tres amigos y patriarcas salineros— para dar el visto bueno al símbolo de Salambó, que diseñé como imagotipo del museo. Si alguien tiene interés en conocer su significado, les remito nuevamente al blog de Antonio Luna. Hablaron entre ellos, dieron su aprobación y me preguntaron si podía quedarme todo el día en San Fernando. Les dije que sí, y les pregunté el motivo. No respondieron.
A las ocho de la tarde, me recogieron en la entrada del Hotel Bahía Sur. A las 00:30 me dejaron de nuevo en el mismo lugar, pero con el símbolo de Salambó tatuado en el dorso de mi mano derecha. Ellos también lo hicieron.


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