Gráficas en la universidad: la cómoda mediocridad de la tarta y la barra
En la universidad y en el mundo académico hay un fenómeno curioso: una resistencia casi visceral a salir del estrecho repertorio de gráficas de siempre. Si abrimos un artículo, una tesis o una presentación en un congreso, lo más probable es que nos encontremos con dos grandes protagonistas: la tarta y la barra. Es como si el resto de posibilidades —diagramas de flujo, mapas de calor, Sankey, dendrogramas o treemaps— no existieran. Son como las dos viejas amigas que siempre están invitadas, aunque ya no tengan mucho que aportar.
¿El problema? Que esa elección no suele venir de una reflexión consciente, sino de la costumbre y la inercia. Muchos académicos abren el programa de turno, seleccionan «insertar gráfico» y se quedan con la primera opción que aparece en el menú. No es tanto una falta de recursos —porque hoy hay herramientas fantásticas para visualizar datos—, sino una falta de formación y, a veces, de interés. La idea dominante sigue siendo que lo que importa son los números, y que el gráfico es apenas un adorno para que el resultado se vea un poco más bonito.
El resultado es un desfile interminable de errores que se repiten una y otra vez: escalas mal planteadas, categorías que no se entienden, comparaciones imposibles y colores puestos al azar. Como si la forma no tuviera nada que ver con el fondo. Y lo más grave es que esos errores no solo confunden, sino que también excluyen. Pensemos, por ejemplo, en la accesibilidad: se sigue abusando de las combinaciones rojo-verde o azul-violeta, como si no importara que una parte significativa de la población no pueda distinguirlas bien. En un espacio que se supone dedicado al conocimiento universal, este descuido resulta, como mínimo, contradictorio.
Además, se pierde una oportunidad enorme. La visualización de datos no es un extra decorativo, es una herramienta de comunicación poderosa que permite contar historias, revelar patrones y facilitar que la gente entienda información compleja de un vistazo. Pero para eso hace falta algo más que poner números dentro de un pastel de colores chillones: hace falta pensar qué queremos transmitir, a quién va dirigido y cuál es la mejor manera de hacerlo.
Lo paradójico es que vivimos en un momento en el que los recursos nunca habían sido tan abundantes. Hay programas gratuitos, bibliotecas gráficas, ejemplos brillantes en todas partes y hasta comunidades enteras dedicadas a enseñar buenas prácticas. Sin embargo, en muchos entornos académicos sigue primando la comodidad y el «así se ha hecho siempre».
Mientras no se asuma que una gráfica mal diseñada no solo queda fea, sino que puede deformar o incluso ocultar los datos, seguiremos condenados a las tartas y las barras de siempre, con colores escogidos al azar y sin ninguna atención a la accesibilidad. Y eso, en un espacio que presume de rigor y excelencia, resulta bastante irónico.
La frase esconde dos problemas graves. El primero es una falta de autocrítica: la creencia de que en las humanidades basta con el texto, que el lector «ya entenderá» lo que se quiere decir, aunque el material visual sea pobre, confuso o directamente erróneo. El segundo es una desconexión con la sociedad: vivimos rodeados de información visual, y si la academia renuncia a aprender a contar sus hallazgos con recursos claros y accesibles, se está aislando de su propio público.
Decir que la visualización solo le sirve a los economistas es, en el fondo, una manera de justificar la inercia: quedarse cómodo en la tarta y la barra mal coloreada, en lugar de explorar formas de hacer que el conocimiento llegue de verdad a más personas. Porque los datos no son exclusivos de la economía; también los historiadores, los filólogos o los juristas manejan cantidades enormes de información. Y si no saben mostrarla con precisión, están perdiendo parte de la riqueza de lo que investigan.



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